Evaristo San Cristóval fue un notable historiador
peruano de la primera mitad del siglo XX. Él fue autor de varios libros, de los
que tengo la biografía de Manuel Pardo, la biografía de Luis José de Orbegoso y
la reedición de la “Historia de Salaverry” de Manuel Bilbao, en donde San Cristóval
hace el prólogo y las notas. Él escribió varios artículos de historia para el
diario El Comercio, principalmente de la Guerra contra la Confederación y de la
Guerra con Chile. También publicó en 1926 un folleto llamado “El Conflicto del
Pacífico. La propia versión chilena. Importantes documentos compilados y
anotados”.
Hace dos años compré la primera edición en español
de “La Guerra entre Perú y Chile” de Clements Markham y dentro de este ejemplar
estaba doblado una hoja del diario El Comercio de julio de 1946. Aunque no está
la fecha exacta yo creo que es del 10 de julio por el aniversario de la batalla
de Huamachuco, pues la página tiene un saludo a la ciudad de Huamachuco de
Carlos E. Uceda Castañeda y una biografía de Evaristo San Cristóval del general
Pedro Silva, quien murió en esa batalla.
A continuación, transcribo el trabajo de San
Cristóval. Los diversos errores ortográficos del texto original los señalo en
(sic)
El Comercio, julio de 1946
Recordando a
un héroe de Huamachuco
Declarada la guerra entre el Perú y Chile, el 5 de
abril de 1879, uno de los primeros en acudir al llamamiento de la Patria, fue
el General don Pedro Silva, militar pundonoroso y distinguido, que había
actuado desde muy joven, en las campañas que siguieron a la consolidación de la
independencia del Perú, en las que sobresalió en primera fila, por su comportamiento
heroico. Desde su niñez mostró singular predilección por la carrera de las
armas, enrolándose en el ejército, cuando no había cumplido aún los diez y ocho
años, y ganándose bien pronto, merced a su contracción y disciplina, la
consideración y el afecto de sus superiores, en los varios cuerpos en que le
tocó servir.
Había nacido en Lima, el 2 de Agosto de 1824, como
fruto del matrimonio del coronel Remigio Silva y de doña María Gil. Su
progenitor tuvo prominente figuración en los años que antecedieron al
movimiento subversivo, que con gran intensidad se dejó sentir se dejó sentir en
el continente americano, para libertad del dominio de España, secundando con
inusitada actividad, los propósitos de su hermano don Mateo, abogado de nota y
muy vinculado a los círculos intelectuales de aquella época, sufriendo con tal
motivo toda suerte de privaciones; y aunque en el juicio que se le siguió, por
considerársele comprometido en el plan de su hermano, fue absuelto en mérito de
la sentencia expedida en 27 de noviembre de 1809, por el Alcalde del Crimen don
Juan Baso y Berri, ello no obstó, para que don Remigio Silva, perseverase en
sus propósitos y cumpliese a satisfacción comisiones delicadísimas que se le
encomendaran en pró de la independencia, las mismas que desempeñó a
satisfacción, sorprendiendo todos los peligros.
El General don Pedro Silva, contaba pues, con una
ascendencia ilustre. Si su padre, había dejado su nombre bien puesto, antes y
después de la emancipación, su tío, don Mateo, rendía la vida el año 1816, en
las casas-matas del Callao, fiel a la consigna que se impuso en todo momento,
de combatir por la libertad y de morir por ella. Al igual, su tía carnal, doña
Brigida Silva de Ochoa, laboró persistentemente al lado de su ya nombrados
hermanos, y corriendo riesgos infinitos, secundó la tarea de los patriotas, lo
que le valió años después, ser comprendidos en el decreto supremo de 11 de
diciembre de 1822, expedido por San Martín y refrendado por Monteagudo, en que
al propio tiempo que se le reconocían sus esfuerzos a favor de la causa que
patrocinaba, se le autorizaba para usar la divisa del patriotismo, en atención
a sus indiscutibles méritos.
Era natural que quien desde su juventud escuchase
en la intimidad del hogar, los relatos de sus familiares, se sintiese atraído
por la carrera de las armas, y por eso es que, apenas salido de las aulas, se
incorporó a las filas, cuando la República se hallaba soliviantada por el
caudillaje y los motines. En la vida de cuartel que Silva llevó, cumplió fielmente
desde su mocedad la disciplina del soldado, y nadie como él, patentizó, y
llegada la oportunidad, el compromiso empeñado, de defender a todo trance, a la
nación y a su bandera. Corrían los agitados días del conflicto internacional
con Bolivia. Apenas contaba Silva 1 años (sic), era un niño si se quiere, y no
obstante su corta edad, se enrolaba de los primeros, dándose de alta a tal
efecto, en el batallón Cazadores, acuartelado en San Lázaro, con la honrosa
nominación de soldado distinguido. Terminada trágicamente la campaña que
personalmente dirigió el Presidente del Perú, Gran Mariscal Agustín Gamarra,
quien no obstante el denuedo y arrojo con que peleó al frente de sus tropas, no
logró vencer la resistencia de las de Ballivián y sucumbió heroicamente al sostener
una carga en el campo de Ingavi, el 18 de noviembre de 1841, el desconcierto
que introdujo en la política interna del Perú, este desenlace inesperado no es
para descrito (sic), Silva, sin embargo, no se dejó arrastrar en el torbellino
de las pasiones, y lejos de militar en ninguno de los bandos que se disputaban
el mando de la República demostró que sólo era militar, y nada más que militar,
en la más amplia acepción del vocablo. No lo sedujeron en consecuencia los
halagos y su divisa como siempre, fue el estricto cumplidor del deber. Si
quisiéramos compendiar en unas cuantas frases, el pensamiento de Silva, por lo
que a su profesión de fe se refiere, nos bastaría con apelar a su propio e
inconfundible testimonio, cuando en los días que siguieron al desastre de
Ingavi, pudo con toda propiedad decir: Yo he subido el puente con la mochila a
la espalda y el fusil al hombro.
Entretanto, el caudillaje hace acto de presencia en
el país y comienza la encarnizada lucha de las facciones. Se vuelve a los años de
la guerra civil desencadenada durante los efímeros gobiernos de Bermúdez,
Orbegoso y Salaverry. Los Generales más afortunados se disputan el poder y se
ensangrienta la nación. Silva no se afilia a ningún partido ni hace causa común
con los rebeldes en armas. Sostiene al Gobierno con el cual sirve contra los
que lo combaten para derribarlo. Su actuación en este sentido no puede ser más
encomiástica ni más laudable. Permanece firme e incorruptible, y hasta él no
llega el reparto del botín. Es esta conducta intachable que observa, la que le
abonará más tarde, cuando trascurridos los años y ostentando ya grados
superiores en su honrosa carrera militar, los diversos Gobiernos que se
suceden, le deparan la más absoluta confianza. Los mandatarios en funciones, tienen
en Silva a uno de sus más firmes y leales sostenedores. La lucha política
enconada como siempre, no se da tregua un solo instante, y arrastra por igual a
civiles y militares. Nadie escapa a esta vorágine desencadenada, y muchos de
los adversarios de la víspera se uncen al carro del después afortunado
vencedor. La desesperación de Gamarra señala el comienzo de una desenfrenada
anarquía. Don Manuel Menéndez que le sucede como el llamado por la ley, hace
frente a los embates de la insubordinación y el desorden cada vez más
crecientes, y por fin, impotente para subyugar a las facciones, es depuesto de
la función pública por el General Juan Crisóstomo Torrico el 16 de agosto de
1842. A su turno, el General Francisco Vidal que está al frente del Ejército del
Sur, se niega obstinadamente a reconocer la autoridad de Torrico, y abre
campaña contra él, encontrándose ambos contendientes en el lugar denominado
Agua Santa, donde se traba una sangrienta batalla, en todo favorable a Vidal,
el 17 de octubre de 1842.
Fue en esta acción de armas, y apenas ingresado a
las filas, en la que Silva se dio a conocer por su intrepidez y por su arrojo.
Estuvo en los sitios más amagados por el fuego y correspondió en todo momento a
las expectativas que en él cifrara el Estado Mayor de Vidal. Triunfante este
jefe, no pudo consolidar su gobierno, viéndose impelido por las circunstancias,
a entregárselo al General Manuel Ignacio de Vivanco, el 15 de marzo de 1843.
Silva siguió esta corriente y adoptó el partido de sostener la causa
vivanquista. Por ello es que, cuando los Generales Domingo Nieto y Ramón
Castilla, se insurreccionaron en el Sur, desconociendo la autoridad central de
Lima. Silva marchó con las fuerzas expedicionarias de Vivanco a Arequipa, asistiendo
así a la batalla de Carmen Alto, donde la suerte fue adversa al Supremo
Director, el 17 de julio de 1844.
Restablecido el orden constitucional, debido al
tino y a la entereza de conducta de Castilla, Silva prestó su concurso al nuevo
gobierno, colaborando en tal forma, a que se afianzase la paz que había sufrido
tanto quebranto. Por espacio de seis años, la República disfrutó de una era de
bienandanza, pero pasada esta etapa bonancible, volvieron a asomar las
facciones y la lucha política tomó a agitar el ambiente, que se fue caldeando,
hasta que terminó el desconcierto reinante con la batalla de la Palma, librada
el 5 de enero de 1855, que dio fin al gobierno de Echenique, y le facilitó la
ascensión nuevamente al poder a Castilla, que en aquella acción de armas
resultara triunfante. En esta jornada también se distinguió Silva, lo que le
valió el ascenso a la clase de teniente coronel, por acción distinguida y
heroísmo.
No tardó mucho tiempo el gobierno de Castilla en
verse asediado por la conjuración y los motines. Los desposeídos de la
administración pública unidos a los descontentos y a los adversarios del
Mariscal, se entregaron con tesón sin igual a la propaganda subversiva, pero el
orden y la autoridad se impusieron a todo evento y la revolución encabezada por
Vivanco, fue sofocada después de prolongada y sangrienta lucha el 7 de marzo de
1858. En esta acción de armas, Silva se comportó lucidamente, batiéndose de los
primeros y ocurriendo en todo momento a los sitios de mayor peligro. Su actividad
no conoció limites en esta jornada, en la que vencedores y vencidos se
condujeron heroicamente. Idéntica conducta observó Silva en el campo de
Lloclla-Pampa (Arequipa) en 1854, en el puente de Izcuchaca del mismo año,
cuando Castilla venció la resistencia desordenada de las fuerzas echeniquistas
dejando así el camino abierto a Lima para presentarse en los campos de la Palma
y librar la batalla final que le abriría las puertas el poder, en 1857 en
Yumina a órdenes del Gran Mariscal don Miguel de San Román, y en 1858 en la
acción preliminar de Bellavista, que antecedió al furioso asalto de Arequipa.
Agitada por demás, fue la vida que en todo este
lapso llevó don Pedro Silva. Castilla lo distinguió sobre manera, viendo en él
a un jefe de escuela, que no solo sobresalía por su valor comprobando y altas
virtudes militares, sino también por su capacidad como hombre de estudio,
apasionado por su profesión que cultivo con el mayor esmero. Estudiaba Silva la
estrategia y la táctica en boga en ese entonces, y dedicaba largas horas a la
consulta de Leyes y Reglamentos extranjeros, que podía asimilarse a los vigentes
existentes en el Perú. A su juicio debía introducirse los métodos modernos que
se seguían para la administración y buena marcha de los institutos armados en
los principales centros militares de Europa. De aquí, que bregase con tesón en
este sentido, consiguiendo que se introdujesen algunas innovaciones que con
tanto ardor preconizara.
El militar necesita antes que nada, ser fiel a la
disciplina que le incumbe. La oficialidad de los antiguos regimientos cumplía a
todo trance esta consigna, que constituía el supremo galardón del soldado. Silva
le rindió un culto fervoroso, explicándose así que durante once años, retuviese
el mando del glorioso batallón Ayacucho N° 2 en su condición de primer jefe, y
bajo las sucesivas administraciones de los Mariscales Castilla y San Román, y
de los Generales Canseco y Pezet, Silva gozó por igual de la confianza
ilimitada de estos mandatarios que siempre vieron en él, al soldado bravo y
pundonoroso, sin miedo y sin tacha, como el Bayardo de otra edad.
Durante el conflicto con España, Silva se prodiga
en todas partes. Desde el cargo que sirve en la administración, aporta
entusiasta y decidido su consejo valioso. Vuelve a su faena cotidiana terminada
la brega, y especta (sic) la situación política del país sobresaltada por la
lucha entre el elemento civil y el militar. Abatido éste después de las
jornadas cívicas de 1872, Silva resulta uno de los más firmes sostenedores del
régimen de don Manuel Pardo, y por ende, de la causa democrática patrocinada y
sostenibilidad por el gran mandatario. La revolución pierolista insurge en
determinados puntos del territorio. La del Sur es la que cuenta con más
prosélitos. El Gobierno la combate y la deshace. A Silva le toca desempeñar un
papel descollante en estos sucesos. Enviado al Centro, alcanza en Ayacucho a
las fuerzas rebeldes que acaudilla el bravo Coronel Bedoya, y las dispersa y
persigue después de violentos combates sostenidos en las hondonadas. El orden
queda de hecho restablecido en aquellos departamentos y se afianza el principio
de autoridad. De regreso a Lima con las fuerzas expedicionarias que han
militado bajo sus órdenes, Silva da cuenta a la superioridad de la misión que
se le encomendara, y agobiado por tantos años de fatiga y vigilia continuas, se
dedica a estudiar a fondo, y en las obras de grandes estrategas, el arte de la
guerra. Como era un militar tan instruido y tan capacitado, el Gobierno del
General Prado en 1878, le confiere un cargo delicado y de responsabilidad, cual
es el de Presidente de la Comisión de Jefes, que debe estudiar todo lo
relacionado con la antigua táctica española, ya deficiente por los años
transcurridos, y cuyas disposiciones debían adaptarse a las innovaciones
saludables que en todo orden introdujo en la teoría y en la práctica el Marqués
del Duero. Silva, como siempre trabajó infatigablemente en este sentido, y para
ello le sirvió mucho, a no dudarlo, el vasto caudal de conocimientos que
poseía, adquirido a través de la lectura y estudio de las obras militares de
los más afamados comentaristas antiguos y de los más sobresalientes en la
primera mitad del siglo pasado.
En la tranquilidad de la dependencia que dirigía,
lo sorprendió la guerra con Chile. Proclamada la Dictadura, Piérola llamó al
servicio activo a Silva, quien ostentaba ya los galones de General de Brigada y
lo designó Jefe de Estado Mayor de los ejércitos. Multiplicose aquí el bravo
soldado. Luchó sin tregua contra la adversidad y lejos de amilanarse ante los
infortunios de la Patria, cobró nuevos y mayores impulsos. Parecía un guerrero
moldeado en la indoblegable estirpe romana. Triunfante el enemigo después de la
épica hazaña de Arica, en que Bolognesi y sus oficiales y soldados cumplieron
el juramento pactado, quedaba abierto el camino a la invasión que había que
detener a todo trance, Silva hizo lo que humanamente pudo en este sentido, y
entonces al frente de los suyos se exhibió de cuerpo entero en los campos de
San Juan y Miraflores el 13 y 15 de enero de 1881. Al igual que Fanning, de
Colina y de tantos otros que defendieron palmo a palmo los reductos que se les
confiara. Silva, a pesar de su edad, concurrió a la cita honrosa, y con
revólver en mano, peleó al lado de sus soldados hasta que cayó herido
gravemente, y en tal condición retirado del campo de batalla. Sus dolencias y
achaques lo inhabilitan por muchos meses para ejercer ningún comando. Las
heridas recibidas en Miraflores quebrantan aún más su fortaleza física. Pero él
conserva el espíritu intacto, y lleno de optimismo confía en la revancha. Por
eso da el ejemplo, y antes de marchar al interior a continuar la campaña, dice
a quienes lo rodean: “Un soldado como
yo, no tiene el derecho de morir tranquilamente en su cama, cuando la Patria se
halla invadida por el enemigo. Buscaré la oportunidad de vencer o morir”.
Y esa oportunidad llegó para el soldado veterano
cuando al inaugurarse la campaña de la sierra, el Perú libró la última batalla
que tuvo lugar en Huamachuco, el 10 de julio de 1883.
Esta acción de armas, revela el máximo y
desesperado esfuerzo que la nación agobiada por los infortunios, desplegó para
oponer la postrera resistencia al invasor. Si el Destino le fue adverso, en
cambio todos los combatientes de aquella épica jornada, alcanzaron los lauros
de gloria.
El General Silva se batió heroicamente en los
sitios de mayor peligro. No le impidió su ancianidad el ser de los primeros en
vender cara la vida al enemigo, y por eso se le vió en todo momento al frente
de los suyos, peleando en la brega con un denuedo sin igual. Hubo un momento en
que rompió las líneas del adversario, que no pudo resistir de inmediato los
ímpetus del primer impulso, para caer después herido y muerto a consecuencia de
las descargas que recibió. Con su último aliento, se pronunció la penumbra de
aquella tarde inolvidable, en que el ejército peruano se hizo digno de las
páginas de la epopeya. El heroísmo desplegado desde el jefe hasta el último
soldado, concitó la admiración del vencedor, y así los escritores chilenos
fueron quienes lo reconocieron, proclamando en alto, la forma como murieron quienes
defendieron la honra y el nombre de su patria.
El propio Coronel Gorostiaga, que comandara las
divisiones chilenas que se batieron en Huamachuco, le rinde el homenaje debido
al General Silva. En una lacónica carta que escribe al hijo del malogrado jefe,
le dice en los términos más enaltecedores:
“Chorrillos, junio 29 de 1884.- Señor Don Faustino
Silva.- Lima.- Muy señor mío:- En contestación a su apreciable de 27 del
presente y en obsequio a la verdad, debo decir a usted lo siguiente: el señor
General Silva murió en el combate de Huamachuco dentro de los límites en que se
libró la batalla y a inmediaciones de un morrito muy importante, en que se
colocaron fuerzas peruanas de artillería e infantería, que correspondía a
nuestra ala izquierda y un poco a retaguardia de ella, y más o menos al N. E.
Muy fácil me habría sido darle el nombre del morrito donde murió su señor
padre, como así mismo el del otro que se aproxima más al Sazón, que
contrarrestaba a las fuerzas de aquel punto, una parte de las nuestras con unas
piezas de artillería que se hicieron descender del Sazón, si tuviese acá los
planos del lugar. Me mostraron en el campo de batalla el cuerpo del General
Silva el que estaba atravesado por una bala, aún cuando me han asegurado que
por dos. La distancia a que se encontraba dentro del radio del combate, hace
ver que avanzó lo bastante y que murió como soldado valeroso sobre el campo de
batalla.- Queda de usted S. S. S.- Alejandro Gorostiaga”.
El connotado publicista chileno Gonzalo Bulnes, en
su documentada historia de la guerra del Pacífico, al referirse a la
resistencia opuesta por las tropas peruanas en Huamachuco, y al rol destaca-
(sic) murió allí el muy valeroso General Silva, se expresa así:
“El ejército peruano tuvo una pérdida terrible en
jefes, oficiales y soldados: murió allí el muy valeroso General Silva”.
Lo propio, y en términos parecidos afirman los
partes militares de uno y otro ejército, que se registran en las publicaciones
de Vicuña Mackenna y Barros Arana, y en la copiosa colección formada por Moreno
Ahumada. Dentro de la sobriedad que encierra esos papeles históricos,
resplandece la actitud del héroe, que despierta la admiración del historiador
chileno Valenzuela, de quien son estos conceptos:
“El Perú tuvo allí (en Huamachuco) heroísmos probados
y glorias que deben esculpirse en bronce. Entre los más valientes caudillos
peruanos, sobresalió el General don Pedro Silva, el anciano de gorra blanca,
tan respetable por su aspecto como por su corazón. Este caudillo avanzaba con
ímpetu y no retrocedió un momento. Se le mató el hermoso caballo en el cual
combatía y continuó peleando a pie, espada en mano, hasta que cayó herido y
muerto”.
Hasta aquí la verídica versión enemiga. La acción
de Huamachuco loada y cantada en el país y en el extranjero, es algo que no
tiene paralelo ni ejemplo. El arrojo de Cáceres y Silva, Leoncio Prado y los
Tafur, padre e hijo, Luna y Vila, Goyzueta y Zavala, Aragonés y Astete, y el
sacrificio de los soldados todos, que como en la tela pictórica de Detaille,
vieron desfilar por momentos a la Victoria portando en alto el estandarte,
bastarían para confirmar el aserto. Huamachuco por la heroicidad desplegada en
sus campos, es algo único, inconmensurable, inmenso.
De la hecatombe aquella del 10 de julio de 1883 van
transcurridos ya 63 años. No queda, pues, casi ninguno de los que se midieron
en la lid, con un valor digno de mejor suerte. No obstante, a los que allí
cayeron, no se les ha rendido todavía el homenaje a que tenían perfecto y justísimo
derecho. Bien es cierto, que a Cáceres y a Leoncio Prado se les ha ofrendado el
bronce y el mármol que reclamaban sus nombres ilustres pero en cambio, se echó en
olvido lamentable al General Pedro Silva, digno por mil títulos de idéntico
recuerdo. La Sociedad Fundadores de la Independencia, Vencedores del Dos de
Mayo y Defensores Calificados de la Patria, ordenó confeccionar un obelisco, en
una de cuyas caras, se han esculpido los nombres de los Coroneles Andrés
Avelino Cáceres y Leoncio Prado, héroes de Huamachuco. Algo semejante debió
haberse hecho con el General Silva. Sobraban títulos para ello. Se trataba de
un militar anciano, de conducta intachable, de valor comprobado, de vida
inmaculada, que lejos del servicio después de una larga e ininterrumpida brega de
43 años, en la oficina, en el cuartel y en el vivac, se ceñía la espada del
soldado, e iba al campo de San Juan y a los reductos de Miraflores, para
terminar después de una corta tregua, que le impusieron sus heridas, por rendir
la vida, en la forma como la rindió, en Huamachuco, ofrendándola en aras del
deber y en holocausto a la patria. Por eso es que aquel homenaje póstumo de la
Benemérita Sociedad, alcanzaba también a Silva. Fue el único General que
sucumbió en campaña durante el curso de la guerra malhadada, bastando para
aquilatar sus méritos, y a manera de prueba irrefragable, lo que en páginas
emocionadas y altivas, consignó el propio enemigo.
En la cripta que la gratitud nacional levantó para
honrar a los caídos en la lucha fratricida de 1879, el General Pedro Silva
duerme su último sueño. En las sendas inscripciones marmóreas que se registran
en aquel lugar de reposo, santificado por el heroísmo, el recuerdo de este
combatiente tenaz de Huamachuco brilla perennemente en toda su excelsitud. Nada
turba el reposo de los que allí descansan. Cuando se lee el nombre del General
Silva, en la placa respectiva del cenotafio, como por mágico conjuro se evoca
inmediatamente a Huamachuco u se rememora entonces la histórica batalla de
perfil espartano, con sus cargas impetuosas, al frente de una de las cuales, el
General Pedro Silva cayó bravamente haciendo honor a su palabra.
El inspirado en el poeta Ernesto A. Rivas, cantó en
un soneto emocionado que publicara el año 1888, la heroicidad que caracterizó
la efemérides de Huamachuco. Para el General Pedro Silva los que con él sucumbieron, fueron evidentemente
estos versos sentidos:
¡¡Derrotados!! ¡Jamás! Si la Victoria
nos negó, rigurosa sus favores,
obtuvimos em cambio los fulgores
de la luz esplendente de la Gloria.
Lima, 10 de julio de 1946
Comentarios
Publicar un comentario